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Besos para los malditos

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
392 Seiten
Spanisch
Siruelaerschienen am30.01.20151. Auflage
«Oscura y envolvente». Daily Express Durante el largo fin de semana festivo de Pentecostés de 1964 las bandas de mods y rockers se retan en Brighton, al sur de Inglaterra. También llega a la localidad el joven y ambicioso detective Vince Treadwell de la Policía de Londres. Vince ha sido alejado de la capital por sus superiores por obstaculizar el cierre de una investigación, y ha sido enviado a Brighton, su ciudad natal, para ocuparse del macabro hallazgo de un cuerpo decapitado, mutilado y envuelto en una lona que ha aparecido en la playa. Junto con el cadáver se ha encontrado un cuchillo que aún conserva algunas huellas dactilares, y una llamada anónima acusa del asesinato a Jack Regent (antes Jacques Rinieri), un conocido gánster, jefe de la mafia corsa local, que ha de­saparecido sin dejar rastro. En medio de esta creciente maraña criminal, Vince se enamora de la novia de Regent, la atractiva y jovencísima Bobbie LaVita, cantante en el club Blue Orchid y único eslabón posible para encontrar al mafioso...La novela trasciende los titulares de la época sobre las míticas peleas entre mods y rockers y se adentra en el submundo de una peligrosa organización criminal, en las redes del narcotráfico de reciente implantación, en la corrupción policial, la pornografía y el lado más oscuro del negocio de la música de los sesenta.

Danny Miller (Brighton, 1964) estudió Literatura Inglesa y Teatro en el Goldsmiths College de la Universidad de Londres. Sus obras han sido representadas en el National Theatre Studio, en el Bush Theatre y en el Theatre Royal Stratford East. Ha trabajado como guionista para la BBC, la ITV y Channel 4. Besos para los malditos es su primera novela y la primera entrega de una saga protagonizada por Vince Treadwell.
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Produkt

Klappentext«Oscura y envolvente». Daily Express Durante el largo fin de semana festivo de Pentecostés de 1964 las bandas de mods y rockers se retan en Brighton, al sur de Inglaterra. También llega a la localidad el joven y ambicioso detective Vince Treadwell de la Policía de Londres. Vince ha sido alejado de la capital por sus superiores por obstaculizar el cierre de una investigación, y ha sido enviado a Brighton, su ciudad natal, para ocuparse del macabro hallazgo de un cuerpo decapitado, mutilado y envuelto en una lona que ha aparecido en la playa. Junto con el cadáver se ha encontrado un cuchillo que aún conserva algunas huellas dactilares, y una llamada anónima acusa del asesinato a Jack Regent (antes Jacques Rinieri), un conocido gánster, jefe de la mafia corsa local, que ha de­saparecido sin dejar rastro. En medio de esta creciente maraña criminal, Vince se enamora de la novia de Regent, la atractiva y jovencísima Bobbie LaVita, cantante en el club Blue Orchid y único eslabón posible para encontrar al mafioso...La novela trasciende los titulares de la época sobre las míticas peleas entre mods y rockers y se adentra en el submundo de una peligrosa organización criminal, en las redes del narcotráfico de reciente implantación, en la corrupción policial, la pornografía y el lado más oscuro del negocio de la música de los sesenta.

Danny Miller (Brighton, 1964) estudió Literatura Inglesa y Teatro en el Goldsmiths College de la Universidad de Londres. Sus obras han sido representadas en el National Theatre Studio, en el Bush Theatre y en el Theatre Royal Stratford East. Ha trabajado como guionista para la BBC, la ITV y Channel 4. Besos para los malditos es su primera novela y la primera entrega de una saga protagonizada por Vince Treadwell.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788416208807
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2015
Erscheinungsdatum30.01.2015
Auflage1. Auflage
Reihen-Nr.294
Seiten392 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1350 Kbytes
Artikel-Nr.3190311
Rubriken
Genre9200

Inhalt/Kritik

Leseprobe

Prólogo

Para siempre, Jack

24 de diciembre de 1939. Brighton. En mitad de la noche.

El conductor miró por el retrovisor al hombre que encendía un cigarrillo con un mechero de oro en el asiento de atrás. Prendida la llama, pasó el pulgar por las palabras grabadas: «Jack, Pour Toujours». Era un regalo. La mujer sabía que le gustaría la inscripción porque Jack Regent era un hombre que dejaba su huella en las cosas: mandaba bordar sus iniciales en las camisas de la calle Jermyn, hacía inscribir su nombre en las pitilleras de plata de la joyería Aspreys y en los encendedores de oro Dupont.

Jack apagó la llama de un soplido y dio una lenta calada al cigarrillo, inhalando el humo denso del tabaco hasta lo más hondo de sus pulmones. Luego lo exhaló, y una firme columna de humo llegó hasta el espejo por el que lo observaba el conductor, Henry Pierce. Al verse sorprendido, Pierce desvió la mirada. Sabía que a Jack no le gustaba que lo miraran. Sabía que quería estar a solas con sus pensamientos. El cigarrillo era el primero que Jack saboreaba en libertad, y lo estaba disfrutando.

El coche, un Rover 8 de color granate de alta gama, modelo 1936, tenía tapicería de cuero rojo y salpicadero de nogal. Hacía menos de una hora que Jack había salido de la cárcel de Lewes, donde Pierce lo estaba esperando. Lo habían dejado en libertad muy pronto, por mediación del alcaide. En la prisión, Jack puso fin a una revuelta que él mismo había organizado: primero la incitó y luego la abortó de manera heroica. También salvó a un guardia de una paliza, paliza que él había ordenado, planeado y, al final, evitado valerosamente. Todo estaba amañado y el resultado fue que le conmutaron una pena de siete años en una de dieciocho meses.

A Jack lo metieron preso por agresión con ensañamiento. Un corredor de apuestas no pagó lo que debía y acabó con la cara rajada. Jack dejó su huella. Aunque el arma elegida, una navaja, no era típica de él. Siempre pensó que las navajas eran cosa de críos, una cursilada de los ingleses. Había que dar un navajazo muy fuerte para hacer daño de verdad. Lo veía más para dar un aviso. Pero Regent no era partidario de andar avisando a sus enemigos, así que lo del corredor de apuestas lo tomaron como un error. Un error que juró no volver a cometer. Juramento que iba a mantener esa misma noche. Jack le dio una última calada al cigarrillo, luego lo apagó.

Era la señal para Henry Pierce. Pierce abrió la puerta del coche y abandonó el asiento del conductor. Una vez fuera, quedó expuesta toda su corpulencia: un metro noventa y cinco de estatura y más de cien kilos de peso. Una figura imponente enfundada en negro desde los zapatos de cuero ribeteados hasta el sombrerito de fieltro. Metió las manazas en los bolsillos del abrigo negro con cuello de terciopelo, sacó un par de guantes de cabritilla, negros también, y se los puso, como una segunda piel.

Henry Pierce había sido luchador profesional y sabía lo importante que era el vestuario, y también el espectáculo. En cierta ocasión fue de gira por todo el país y, ante carpas abarrotadas de público, representó el papel de piel roja. Salía al escenario disfrazado de pies a cabeza, con penacho de plumas, pintura de guerra y tomahawk al cinto, acompañado de su india, del tam-tam de los tambores y de los abucheos del público. Pierce era el malo diabólico del ring, un primer espada hasta que una noche se le fue la mano y casi mata a su oponente. Iba por la vida como si todavía estuviera en el ring y aún fuera el más malo de todos, el artista de circo. Solo había cambiado el penacho de plumas y los mocasines por la ropa negra.

El viento salado y cortante azotó la cara de Pierce, llena de suturas. Eran cicatrices de hacía años pero seguían sin borrarse, sonrosadas y pulidas. Una muy larga iba desde el lóbulo de una oreja hasta el labio de arriba, seccionándole ese cuarto superior de la cara. Otra con forma de tela de araña le cubría un pómulo allí donde le habían clavado el cristal de una botella de cerveza. El ojo izquierdo parecía el huevo de un ave exótica en mitad del nido, un nido de cicatrices. Una esquirla de cristal se le había clavado dentro y le dejó el ojo vago, dándole la apariencia de un trozo de mármol moteado y gelatinoso, veteado de venas azules y rojas. A veces se ponía un parche, otras disfrutaba incomodando a la gente al mirarlos. Y, dado el tipo de trabajo en el que se había especializado, le valía como arma de intimidación, igual que un cuchillo o una pistola. Mucho tiempo atrás había decidido que le gustaba más el ojo malo que el bueno, pero comprendió que le hacía falta el ojo bueno para ver lo tremendamente desagradable que resultaba el malo. No lo cambiaría por nada, y mucho menos por otro ojo bueno. Así veía Henry Pierce el mundo.

Abrió la puerta de atrás.

Jack Regent salió del coche apoyando suavemente un pie sobre el pavimento y luego el otro con más contundencia. Tenía torcido el pie izquierdo; cojeaba un poco al andar, pero el pie deforme con el alza en el zapato no le hacía más lento, ni se veía por ello impedido en sus menesteres. Y, al igual que Henry Pierce, aprendió a aprovechar aquel defecto físico, aunque ir por la vida con la cara cosida a cicatrices no tenía tanta categoría como ser patituerto. Jack lo era de nacimiento, un don de Dios que lo distinguía de todos los demás.

Llevaba horas nevando y la ventisca había espolvoreado de blanco toda la calle. Luces de Navidad iluminaban con decoro una hilera de ventanas. Las altas casas georgianas alineadas a lo largo de St. Michael s Place habían conocido tiempos mejores, y acabaron divididas y convertidas en pisos sin ascensor. Viviendas de uno y dos dormitorios con el baño compartido ubicado en los destartalados corredores.

La puerta del número 27 lucía una corona roja y verde atada al llamador de bronce macizo. No estaba cerrada con llave y los dos hombres entraron a un pasillo en penumbra. Jack empezó a subir las escaleras sin dar la luz. Allí era donde más se notaba el alza, porque en cada escalón nivelaba el peso con el pie bueno y luego dejaba caer el otro con un golpeteo muy característico.

Cuatro pisos más y ya estaban en el descansillo al que dirigían sus pasos. Jack se detuvo ante la puerta que estaba a punto de franquear y escuchó atentamente, pero solo le llegaba el sonido de su propia respiración, acompasada y tranquila. La subida no había hecho mella en él, ni le ponía nervioso pensar en lo que había ido a hacer allí. Retrocedió un par de pasos, levantó el pie torcido y lo estampó con todas sus fuerzas contra la puerta haciendo que la cerradura saltara por los aires.

Dentro se oyeron los gritos asustados de un hombre y una mujer sacados sin contemplaciones del sueño. Encendieron la luz en un dormitorio y la fina lámina que salía por debajo de la puerta iluminó débilmente el salón donde ya estaban Jack y Pierce.

Jack paseó la vista por la estancia, ajada y deprimente. A la moqueta se le veían los hilos, el papel de la pared tenía manchas de humedad y estaba descascarillado; los muebles eran repintados y baratos. En un intento de estar a la altura de las fiestas, habían puesto en un rincón un arbolito adornado con guirnaldas que cubría de agujas de pino el envoltorio de los pocos regalos a sus pies. Sobre la repisa de la chimenea había postales navideñas.

-¡Qué demonios es...! -Sonó la voz de la mujer que, temerosa, se levantaba en ese momento de la cama y echaba mano de una bata.

El pomo de la puerta giró. Jack entró en la habitación y la puerta se cerró tras él.

-¡No, por favor... Dios... No! -La voz, distorsionada por el pánico, subió como una crepitación hasta alcanzar el techo, pero no pasó de allí.

Jack la agarró del pelo y la arrastró hacia sí. Los mechones de la mujer eran de color castaño con un brillo rojizo, y envolvieron la mano de su captor como hebras de seda cuando la obligó a ponerse de rodillas. Tiró hacia atrás de su cabeza y el cuello largo y blanco quedó expuesto; los ojos verdes, abiertos y llenos de vida. Con la otra mano Jack empuñaba el mango de marfil de un cuchillo de hoja larga y fina. Los gritos de la mujer se transformaron pronto en gárgaras de sangre espumeante allí donde la hoja rebanaba sin demora ni piedad hasta cortar la espina dorsal. El cuerpo sin vida, partido casi en dos, cayó al suelo.

Jack desvió la atención hacia un rincón del dormitorio. Y allí lo halló agachado, hecho un ovillo en el suelo. Con los huevos al aire y la espalda todo lo pegada que podía contra la pared del rincón. En la piel tenía el sudor reciente tras sus retozos con la mujer. Seguro que era un gallito, un engreído que se creía dueño de la situación en el momento oportuno. Aunque no era aquel el momento oportuno. Miró desde el suelo a Jack. La situación era inevitable, y eso en parte lo alivió de su miedo. Sabía lo que iba a pasar porque sabía quién era Jack Regent.

Jack le sostuvo la mirada mientras se acercaba a él, luego bajó despacio el cuchillo hasta situarlo a la altura de su cara. Con pulso firme colocó la punta de la hoja sobre la negra pupila del ojo castaño. La pupila se dilató y se contrajo, como una señal de emergencia que se enciende y se apaga. La punta perforó despacio la membrana que cubría el cristalino, pero el hombre seguía con los ojos...
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Autor

Danny Miller (Brighton, 1964) estudió Literatura Inglesa y Teatro en el Goldsmiths College de la Universidad de Londres. Sus obras han sido representadas en el National Theatre Studio, en el Bush Theatre y en el Theatre Royal Stratford East. Ha trabajado como guionista para la BBC, la ITV y Channel 4. Besos para los malditos es su primera novela y la primera entrega de una saga protagonizada por Vince Treadwell.